Naufragar en medio de un océano de arena. Lleno de recuerdos de mar y pensamientos calizos de ausencias. En este rincón perdido del mundo la arena asedia, la arena irrumpe, la arena acomete y lo penetra todo. Hasta los sueños llegan raspando, deslizándose ondulantes por las noches que ahogan y parecen no empezar nunca. Se te agrietan las paredes de la garganta, la soledad te quema los lagrimales y se filtra más arena por una rendija en tu espalda. Y uno se ahoga en mareas inexistentes de tan lejanas. Queriendo huir hacia esa playa imaginaria, lejos de aquí…pero el desierto te hunde con sedimentos de conchas en los bolsillos y el tiempo se escapa más deprisa de lo que somos capaces de correr.
La mujer de la arena (Andrea Fernández, intuitiva y delicada en cada gesto de su resignado personaje) vive todos los días una lucha infinita e implacable contra la amenaza mineral que la rodea. Metro a metro la arena absorbe las cosas, absorbe a los seres (enterró a su esposo y a su hijo en un manto de olvido) hundiéndolos en una existencia cerrada. Cuando un entomólogo (Leonardo Torres Vilar) se pierde entra las dunas y cae en este agujero de espejismos, se encontrará de pronto rehén involuntario de la mujer y sus paredes movedizas. Atrapado en esta situación límite, empieza poco a poco a adentrarse en la extraña rutina de la mujer de contener la arena de la duna para que ésta no sepulte al pueblo. Nos enterramos con él en su angustia, mascamos arena y desconcierto en cada palazo: se desdibuja el posible escape, la arena es una sábana uniforme que cubre la voluntad, que desgasta todo intento de lucha. En el exterior el mundo olvida al hombre cautivo. El sol avanza en medio de este desolado panorama y a través del polvo se desgrana, lentamente, el tiempo. Fascinados, somos testigos de cómo poco a poco la mujer se va filtrando en el corazón del protagonista, de forma tan lenta e inadvertida como la arena erosiona las rocas junto al mar. Nunca se pronuncia el nombre de él ni el nombre de ella: en este mundo todo se escurre entre los dedos y la identidad se carcome en granos nacarados.
De niña viví también rodeada de arena y calor seco de veranos come-pieles. Uno aprende a despertarse con el desierto debajo de las uñas y los labios impregnados de sal, a reconocer la belleza inasible de las dunas (nunca iguales de un día para otro). Por un instante, la preciosa escenografía me transportó a ese rincón donde crecí, también siempre buscando al mar que se esconde tras la línea sutil del horizonte. Una obra mágica del autor japonés Kobe Abe, donde la libertad y el encierro se rozan, se transforman y cambian: como cambian los ojos de quien mira por las noches las sugestivas ondas del arenal. Isabelle
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Kono Abe es considerado el Kafka de la literatura Asiática. Incluso, dicen que Oe Kenzaburo dijo que el Premio Nobel lo merecía Kono Abe, antes que él. Un escritor que sabe plasmar en plenitud mundos surrealistas, o pesadillas convertidas en realidad, con una gran pericia para enmarcarlo con los valores y la cultura de una sociedad tan rica y compleja como la japonesa. En tal sentido, la Mujer de la Arena es considerada una de las obras más importantes de este autor que todos lo amantes de la literatura y de las artes no pueden dejar de leer (o de ver).
La obra se centra en la historia de un entomólogo, Leonardo Torres Vilar, que buscando un nuevo espécimen de insecto queda perdido en una de las playas desérticas del Japón. Aquí, es engañado y enviado a un “hospedaje” de una viuda para que pase la noche, solo que una noche se convirtió en un mar de tiempo (o de arena). La viuda le enseña a duras penas los quehaceres del hogar, quehaceres necesarios para quedar enterrados por la inmensidad y la eternidad de los granos de arena. Que siempre cambian y que nunca se quedan quietos, pero que siempre se ven igual, como la vida misma.
Esta es un historia de engaños, pero también del contraste entre la resignación absoluta de una mujer que ha perdido a su familia y que sabe que su vida es su rutina, no porque la quiera, sino porque no tiene otra opción además de la muerte misma. Por otro lado, tenemos a la esperanza latente del entomólogo, que no se resigna ante la imposibilidad de escapar de su destino. Busca miles de tretas y artilugios para encontrar un escape, una puerta o siquiera una grieta, pero el destino es más fuerte y lo fuerza a agachar la cabeza. Éste no es solo un personaje: es el ser humano que se encuentra atrapado frente al fatum, La Mujer de la Arena es víctima de la desesperación del que aún no se resigna, pero también es guía y compañera incondicional en esta travesía. Es una historia que por el cambio de roles, me hace recordar mucho a “Triste querellas en la vieja quinta” de Julio Ramón Ribeyro, en la que el personaje principal, un anciano que valora su soledad y sus rutinas, empieza odiando a la nueva y alaracosa inquilina del departamente del costado. Con el transcurso de la historia se entretejen de a poco sus vidas, y termina llorando a mares la muerte de ella, en gran medida por temor a la soledad ahora que sabe lo que es estar acompañado.
Cabe destacar la valiente actuación de Andrea Fernández, que interpreta un papel durísimo y que incluso, deja entrever algunas exageraciones del experimentado Torres Vilar. Es una obra, no apta para personas sensibles, que vale la pena ir a ver con un gran sentido de reflexión. José Ignacio
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